Tuesday, October 27, 2015

Serendipia


Hola, soy Juan. Soy drogadicto. Hace años que no consumo pero una vez que eres drogadicto nunca dejas de serlo por mucho tiempo que pase.

Nací por primera vez en Bilbao en los estertores del franquismo y ahora mismo no debería estar vivo. Suena duro oírlo de mi boca pero es verdad. Maté a mi padre de un infarto de tanto disgusto y mi madre se consumió de pena abandonándonos un par de años después. Por todo ello pasé casi 15 años sin hablar con mi única hermana.


Yo era un chico cualquiera de suburbio a finales de los 80. Reconversión industrial, huelgas, manifestaciones,… un futuro negro antes de haber empezado a vivir. Malas compañías. El primer chute. No te has dado cuenta y estás dando el tirón a una anciana para ver si consigues la siguiente dosis. Desgraciadamente para mí, las ancianas raramente llevaban nada que pudiera subvencionarme por una temporada. Así que junto a otros ‘compañeros’ hacíamos lo que llamábamos el turno de noche, es decir, atracar gasolineras a punta de navaja. La droga si te hace más valiente no te hace más listo. La policía nos atrapaba con facilidad aunque después de una o dos noches en el calabozo salíamos a esperar juicios que nunca llevaban. Lo que se llevaron fue la vida de mi padre, su corazón no aguantó los disgustos y acabó colapsando en una oficina bancaria mientras intentaba volver a hipotecar la casa para sacarme de prisión.


Yo no quería ver como seguía matando a mi madre así que cogí el coche y me fui a Madrid. De cundero podía seguir viviendo mientras consumía y me consumía. Hacía algún recado que otro dentro del poblado y con eso iba alargando mi lenta agonía. Para entonces mi madre también había muerto. Me enteré porque un amigo de mi hermana se jugó el pellejo para hacerme llegar una carta. Tuvo suerte que nadie le clavara un pincho. Mi hermana me decía que con la muerte de mi madre ella se liberaba de mí, ya no tenía familia. Aún bajo los efectos de los narcóticos lloré. Lloré mucho. En ese momento de extrema lucidez que te da el caballo vi mi fin cerca, no tenía nada por lo que vivir. Nada ni nadie por quién luchar. Me hubiera dejado morir de hambre en aquella fría chabola de la Cañada Real o si hubiese sido un poco más valiente me hubiera suicidado.


Pero el mono es más fuerte que cualquier otra cosa que hubiese podido sentir. Vuelves al trabajo y vuelta a empezar. Otra vez dentro del ciclo. La muerte de mi alma precedía a una más que probable muerte de mis órganos. Yo no era más que una carcasa vacía ejerciendo automatismos.


Creo que hay pocas cosas que puedan romper ese círculo pero el azar quiso que el mío se rompiese. Un día cualquiera mientras hacía la ruta Embajadores - Cañada Real. Unos yonquis que no llegaban a los veinte años se subieron a mi taxi. En el trayecto vi que tenían un cachorro desnutrido, lo usaban para mendigar pero se ve que eran incapaces de darle de comer. La droga tiene eso, nos aleja de lo que consideramos humanidad. Les hice el viaje gratis a cambio de la perra. No sé por qué en ese momento creí que conmigo tendría un futuro mejor.


Ese día no pude meterme al no tener con qué pagar. La noche fue durísima pero conseguí algo de comida para Nala. Cuando la recogí en el coche pude ver algo que creía amor en sus ojos. Cuando eres un yonqui es muy difícil que nadie se fije en ti y mucho menos que alguien pueda amarte. Ni siquiera tu propia familia. Nala me cambió la vida. Ese cuerpo esquelético acurrucándose contra mí en un lecho lleno de pulgas en el frío invierno madrileño. Nala fue mi serendipia. En ese preciso instante decidí buscarle una vida mejor para ella. Había nacido por segunda vez.


Desafortunadamente las opciones de prosperar para alguien en mi situación no son elevadas. Mi red de contactos se reducía básicamente a yonquis y camellos. Proveedores y clientes. Para que me tocase la lotería tendría que tener otro golpe de suerte. Ese golpe de suerte llegó. Un camello me ofreció bastante dinero por bajarme al moro. Me compró ropa y un corte de pelo. Con el parné justo para la gasolina conduje durante horas hasta llegar a un pueblo en Marruecos. Prepararon la carga dentro de mí coche de manera altamente profesional.


Íbamos en un convoy de cinco coches. En teoría todo estaba pactado, los guardias estaban sobornados y nos dejarían pasar a la hora convenida. Yo iba el último y en el puerto me dejaron descolgado. Los otros coches fueron dirigidos hacia el ferry mientras que un gendarme me obligó a dirigirme a unas cocheras.  Lo vi claro. Yo era la mula coja. Esa que se sacrifica para que pasen las demás. Los gendarmes tienen contentos a sus jefes con las cifras de decomiso para mostrar a la Unión Europea, los narcos tienen su mercancía a tiempo con un justiprecio a repartir y, lo más importante de todo, el cliente tiene su dosis disponible en el baño de cualquier discoteca.


Me sacaron del coche sin ni siquiera revisarlo. Sabían de sobra qué había dentro. Yo era un pobre desgraciado, un nadie que moriría como muchos otros sin nombre en una cárcel de Marruecos. Era tarde y la mayoría de la policía marroquí se había ido a casa pero no fue hasta que sólo quedó una pareja cuando Nala empezó a ladrar. Al principio lastimeramente y luego más fuerte. Yo estaba esposado a una tubería y no podía hacer nada. Uno de los guardias se dirigió al coche y cogió a la perra por el pescuezo. Sin violencia, por aquel entonces Nala no pesaría más que un par de kilos. Aun así fue capaz de zafarse y conseguir llegar hasta mí. La cogí en mi regazo y empecé a llorar. Ya no me importaba lo que me pasara a mí pero estaba claro que no podría estar con Nala en la cárcel. ¿La matarían? El gendarme se dirigió hacia mí en árabe, o puede que en español. No puedo recordarlo sólo pensaba en que el poco tiempo que me quedase quería pasarlo con ella. Noté una fuerte patada en las costillas. Eso me dejó sin respiración pero antes de recibir un segundo golpe pude ver a Nala entre él y yo. No ladraba, no gruñía, no tenía una posición amenazante o de defensa. En realidad suplicó, suplicó con esos ojos almendrados como la primera vez que nos cruzamos en aquella cunda.


El otro guardia se acercó le dijo algo al primero y me quitaron las esposas. Me dieron un papel para poner en la guantera del coche y me dijeron que me fuera y no volviera a pisar el país. Nala me ayudó a nacer por tercera vez en mi vida.


Con el papel de los gendarmes conseguí llegar a la península y a Madrid sin ningún incidente. Yo consideré que la carga era mía ya que el contratista original me había vendido. Por una vez mi red de contactos me ayudó a despachar mi coche con todo su cargamento a un clan rival. Con ese dinero conseguí entrar a una asociación que me ayudó a dejar las drogas, aunque si algo he aprendido es que las drogas no se pueden dejar. Esta asociación no permitía animales pero una vez que supieron la historia de Nala no tuvieron reparos en que ella me ayudara en mi desintoxicación. Gracias a la asociación obtuve un trabajo.


Parte de la terapia consistía en escribir a todas las personas a las que la droga había hecho daño en mi vida. Realmente sólo escribí una carta, gracias a ella mi hermana conoce a la persona en la que me he convertido que no es el hermano que amó en su jueventud, ni el hermanó que murió con su madre. Gracias a ella yo he podido conocer a mis sobrinos que me quieren a pesar de mi pasado.


Tengo muchos juicios pendientes con la justicia. Es cierto que la espada de Damocles estará siempre allí pero es un precio bajo por todos mis pecados. No espero obtener nunca la expiación completa. En cualquier caso Nala tiene una familia que la adora que se ocupará de ella cuando yo no esté. En realidad yo estoy tranquilo porque estoy seguro que Nala cuidará de todo lo que me importa el día que yo no esté.




Basado en una historia real.

1 comment:

  1. No suelo leer, pero la verdad es que me ha gustado!!

    Sigue así

    Un saludo,
    Luismi

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